jueves, 29 de septiembre de 2011

La mesa

Si uno entra repentinamente, pasa desapercibida, como formando parte de un amoblado monocromático, de viejo pero buen semblante. Se siente ignorada, vulgar, víctima de un polvo adusto, pesado, que cada día la inserta más en el olvido.

Comienza quizás tres... No, definitivamente no son tres. Contando las baldosas de mármol, suman dieciocho. A veinte centímetros cada una, serían algo así como tres metros con sesenta centímetros los que distan hasta la puerta del comedor. De patas trajinosas, macizas y vencidas, de un tiempo en donde había tiempo para hacer las cosas.

Entre las sillas amplias, con respaldos de pana verde, asoma un cajón poco profundo, aunque bastante amplio para tener toda clase de chucherías. Algunas fotos sepia, una tijera. Hilo y una aguja pervertida que atraviesa el orificio del botón huérfano del sacón del tío. Tapitas de gaseosa, y un espejo redondo, con un marco de metal trabajado, asediado por el mismo polvo.

Consta de dos tramos idénticos unidos al centro, para todos los días, más una extensión ocasional para las noches de fiesta. Aquellas noches de gala... Cada borde tiene su propia historia. Historia que se escribió con una llave, a base de un magullón, o un círculo desteñido que durante muchos años fue el aposento de la pava.

La miro y me sonrío. Pero no puedo pretender que me entiendan. Sólo yo, y algunos pocos otros, sabemos lo que significa.