miércoles, 9 de julio de 2014

PGRP

De pequeño solía creer que la felicidad se hallaba en las cosas grandes, en los objetos más voluminosos. Entonces, creía ser feliz al recibir el presente más importante, el juguete de mayor porte, la prenda más onerosa.

 También creía que cuando uno tenía la fortuna de ser feliz (porque la felicidad no era para cualquiera, sino sólo para quien la merecía) tenía que mostrarlo al mundo entero. Es más, si fuera posible, burlar socarronamente a los infelices, pavoneando mi felicidad por delante de sus narices, sin compartirles siquiera una gota.

Además, pensaba que la felicidad era para un momento, no algo cotidiano. Un cumpleaños, una salida al parque de diversiones, una tarde colmada de pochoclos en el cine. Como si fuera necesario proponerla, buscarla, indagar hasta encontrarla y sólo después, sentarse a disfrutarla.


Con el paso del tiempo, pude darme cuenta que la felicidad no es un momento ni un juguete caro. La felicidad está latente, en todo cuanto quiera y pueda pensar, aguardando a ser descubierta. Serán mi pericia o ignorancia las que me permitan o impidan ser feliz.

Comprendí que la felicidad es un intercambio. Si quiero ser feliz, tendré que desprenderme de mi envidia y egoísmo. Hasta podría contar que la felicidad es un horizonte, y cuanto más dinámico sea mi mundo más se alejará. Mas no puedo dejar de intentar alcanzarla.

Si me lo propongo, puedo ser feliz con tan sólo una sonrisa. Si me lo propongo, puedo ser feliz con tan sólo una lágrima. No necesito nada de gran tamaño. Puedo ser feliz alzando a mi bebé, mientras su mano diminuta intenta abrazar mi pulgar enorme. Puedo ser feliz pateando una pelota, meciendo una hamaca, o haciendo la tarea.

Más allá de poder sentirla y disfrutarla, mi lección más importante ha sido que puedo compartirla, y hacer feliz a alguien más.