lunes, 13 de julio de 2009

Que nariz grande debo tener que no puedo ver más allá de ella.

No sé que pasa. Me dieron ganas de escribir así que despejé el lugar para escribir y vine. Tuve que desalojar a alguien, pero en mi anhelo por escribir ni me percaté de quien era. Hay un conjunto de cosas que cuando uno las siente, es mejor expresarlas en papel o algo similar, como constancia de que alguna vez las sintió y para releerlas si es que nunca vuelve a sentirlas. Y por eso estoy acá. Porque te quiero contar lo que siento, y lo desafortunado que me siento por lo que siento.

Todo empezó como un juego. Vos estabas frente a mi, a una distancia lo suficientemente prudencial como para denotar tu fastidio. Me mirabas distinto. Tus ojos no eran los de antes. El llanto los cambió. El llanto y la tristeza los apagaron. El dolor los cegó. Intentaste lastimarte, porque mientras llorabas lamentabas lo que decías. Ahí empecé a entender que no jugábamos, y me quedé estático, inmóvil, impotente.

Estático. Macizo. Duro hasta para sentir. Lo que más cotizaba en ese momento era tu amor, y yo estaba perdiendo millones en la bolsa. Te ibas, te perdía, te morías en los brazos del sujeto a quien amabas. Y lo peor es que no morías por amor sino de dolor, de ira, de miedo.

Me harté. La distancia prudencial fue violada y hubo tras mucho esfuerzo una sonrisa.

Reaccioné. Tarde, demasiado para mi gusto.

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